Desde hace unas semanas me encuentro en Inglaterra. Más concretamente en Portsmouth. Para ser más precisos en Southsea. Basta. No voy a dar el nombre de la calle ni el número de la casa. No quiero que me encuentre.
En algún lugar del Mar del Sur, con eso es suficiente.
Este no es momento ni lugar para contar la impresión que tengo del país. Si algo me ha llevado esta noche a retomar el relato es el estímulo que se repite siempre. A veces se esmera en desaparecer para evitar doler y otras veces es totalmente inoportuno.
Sinceramente, me ha venido a la mente en varias ocasiones; los bares y pubs de Albert Road se parecen a su forma de andar, de vestir, de llevar barba, de cantar, etc,. Normalmente no lo digo, pero cuando alguien propone un plan, a mí siempre me apetece recorrer la calle entera e imagino lo bien que quedaría vernos paseando por allí. También está presente cuando el tiempo lo favorece, lo que quiere decir cielo nublado y lluvia. Y si puedo no llevo paraguas, para acentuar todavía más el dramatismo. La bohème.
Podría referirme a miles de situaciones. Sin embargo, ha sido hoy cuando he pensado que tiene que acabar. Intento sacar partido a la distancia física y a la presencia de un trozo de mar que nos separa. Pretendo defenderme aislándome en una isla en la que todo parece ir al revés. Que todo esté en contra de sentir la necesidad de escribirle;hago por entretenerme y ocupar mi tiempo asistiendo a miles de encuentros y cafés. Conocer gente interesante e intelectual de otro país. Hago de tripas corazón y entonces me regala canciones. Asumo que le busco siempre los tres pies al gato porque me conviene. Sea cual sea la realidad, ya me he dado cuenta de que cualquier esfuerzo es en vano.
La primera impresión que tengo de Inglaterra es que no hay mediodía. Uno se levanta sin Sol y al cabo de unas horas tienes todo el tiempo del mundo para pensar en él.